KEYNES Y EL PATRÓN ORO
¿Qué es el dinero? Podríamos contestar diciendo que se trata de los billetes, monedas y apuntes que reflejan nuestra situación económica. Sin embargo, su origen se remonta al primer milenio antes de Cristo.
El uso de las monedas se hundió frente al de los metales preciosos durante la Alta Edad Media, y volvió a emerger a partir de ese momento gracias, esencialmente, a las nuevas necesidades urbanas y al descubrimiento de nuevas minas de oro y plata sobre todo en América.
No fue hasta el siglo XVII que no se fundó el primer banco moderno dedicado al ahorro. Fue también en este siglo cuando surgieron los primeros billetes en Europa, extendiéndose a veinte países. Eran, por lo general, activos de alto riesgo donde no siempre se recuperaba lo invertido, porque las entidades emitían más títulos de los que podían respaldar con metales preciosos. La imposición en el siglo XIX del coeficiente de caja, el porcentaje de los depósitos que los bancos debían guardar obligatoriamente en dinero, no fue suficiente para evitar las quiebras.
En consecuencia, Londres transformó el Banco de Inglaterra en prestamista de última instancia y en el único que podía emitir billetes, que serían oficiales y estarían respaldados por oro o por deuda pública. Así nació el primer banco central moderno, y otros estados no tardarían en replicarlo. El patrón oro fue el resultado de que las primeras potencias, sobre todo a través de sus bancos centrales, hiciesen convertibles en oro las monedas y billetes nacionales. Sin eso, difícilmente se habría catapultado el comercio internacional que llevó a la Primera Globalización.
El patrón oro, es decir, la idea de que el metal precioso regulase las relaciones comerciales y monetarias de los estados, sufrió un duro varapalo con la Primera Guerra Mundial. Se suspendió la convertibilidad de monedas y billetes y, una vez que Alemania fue derrotada, uno de los objetivos que se propusieron Francia o Inglaterra fue quedarse con gran parte de su oro e imponerle unas reparaciones desorbitadas.
Keynes rechazaba las reglas del patrón oro por ser restrictivas y apostaba por un sistema de bancos centrales públicos que tuvieran libertad para manejar la cantidad de dinero en una economía. En cambio, el patrón oro era un sistema más rígido donde las autoridades no tenían tanta libertad porque estaban sometidas al compromiso de que los billetes de papel podían ser canjeados por oro, y por tanto no podían ser emitidos en exceso. Esto limitaba la acción de los gobernantes, sobre todo a la hora de aumentar el gasto público. El propio Keynes habló del patrón oro como un sistema que «maniata a los ministros de Hacienda».
Tras las guerras empezaron a imponerse estas ideas de Keynes, que situaban al Estado como la autoridad que debía regir la economía y como el responsable de manipular la oferta monetaria y el gasto para garantizar el pleno empleo y mitigar el impacto de la recesión. El temor de muchos intelectuales y economistas, como Hayek, era que los nuevos superpoderes del Estado acercasen a las democracias al fascismo, el nazismo o el socialismo soviético.
El problema de Keynes es que estaba en el lado equivocado del Atlántico. Su país, Gran Bretaña, debía una suma gigantesca de dinero a Estados Unidos. Los norteamericanos habían enviado material y hombres para ganar la guerra, habían dado créditos, y no estaban dispuestos, encima, a que los pobres británicos gobernasen en el nuevo orden. Carl Bernstein, del departamento del Tesoro de EEUU, le presentó unos documentos sobre cómo sería ese nuevo orden. Keynes los leyó y reaccionó con palabras de desprecio.
El plan de Bernstein, consistía en establecer al dólar como moneda de referencia mundial. Estaría sustentado por su equivalente en oro: una onza de este metal precioso, se canjearía por 35 dólares. Todas las monedas planetarias tendrían un cambio respecto al dólar. Las divisas del mundo se arrodillarían ante el billete verde, así se demostraría quién mandaba en el mundo. Dos instituciones de reciente creación en la época llamadas FMI y el Banco Mundial asumirían el papel de distribuir las ayudas e impulsar el comercio y la reconstrucción. Estados Unidos pondría más dinero que nadie para dotar de fondos a estas instituciones. Pero, claro, sería el país más influyente y nombraría a los cargos relevantes.
Así fue como tras la II Guerra Mundial, el dólar empezó a reemplazar gradualmente al oro como “metal precioso” de referencia. Las ideas de Keynes se vieron tocadas y hundidas, entre otras razones porque que una vez que los bancos centrales empezaron a expandir el dinero y el crédito, generalizaron inflación; y porque los Gobiernos, al no estar maniatados, aumentaron el gasto público y los impuestos sin cesar. El sistema de Bernstein funcionó bastante bien durante las primeras décadas. Estados Unidos fue el banquero del mundo. Envió ayudas del Plan Marshall a Europa, con las cuales los europeos compraban productos americanos y así Washington recuperaba la inversión. Pero a principios de los años setenta las cosas se torcieron. El gobierno de los Estados Unidos descubrió que había más dólares en el mercado que oro en sus reservas. La razón era que los gobiernos norteamericanos se habían dedicado a emitir deuda en dólares para pagar la Guerra de Vietnam. Finalmente, en 1971, Richard Nixon decretó el final definitivo de los cambios fijos de divisas.
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